Una
de las últimas veces que recuerdo haberte amado tenías la cabeza rapada y descubierta
como en un poema ruso. Veo al hombre de la camisa blanca descansar su espalda
sobre mi pecho mientras le beso los ojos y las mejillas. ¿Habría hecho tan
enorme daño la palabra ‘amor’ entre tú y yo?
Por
qué no pude decir nada y me apresuré venturosa a imaginarme en los pasillos de
un psiquiátrico erigido para aceptar al amor que me hizo sentir infinita;
inmensa como un árbol que protegió tu cabeza aquella fría mañana, te abrazó en
sus raíces y susurró muy bajito, junto a tu cuello: Todas las frases que dejó
de entender en el principio el hombre el día que, por vergüenza, se abandonó a
la cordura y no fue ya intérprete de los cantos que arrastran de Este a Oeste
las hojas y el viento.