sábado, 19 de enero de 2013

Nuestras cosas favoritas


Le tigre, le  renard, le amant amoureux
qui que vous soyez... 

“Brown paper packages tied up with strings…”

Sebastián llegó a mi vida con un paso ligero. Un paso que no hubiera advertido si no hubiésemos coincidido en aquel concierto de Jazz nada especial. Mariano, sin ninguna advertencia, había decidido dejarme e instalarse en Francia para realizar sus estudios de posgrado.
Así había quedado yo: con el acopio de un montón de porquerías acumuladas que me recordaban lo que había sido mi vida esos últimos tres años. Postales, facturas, servilletas, fotografías, mandalas para colorear, pendientes, tarjetas, poemas apresurados en un trozo de papel que rezaban: “Our love is not unsheltered.” Tales cosas habían sido compiladas con profundo rigor para ser, sin dolor ya, enviadas hacia el fondo del basurero. Escuchar el estruendo de las bolsas que habían sido arrojadas un segundo antes por el bajante encarnaba la nota musical indescriptible que me brindaba ahora la esperanza de un lugar común: la esperanza de una nueva vida.
No quise apresurarme hacia la embriaguez ni a vicio alguno que adormeciera por instantes la percepción inmensa que tenía del vacío que él había dejado en la casa, en la cama, y, sobre todas las cosas, en mis oídos. Noche a noche me acostumbré a ofrecer las críticas más sinceras sobre todos sus prometedores embriones literarios. Como había recomendado mi psiquiatra, debía mantenerme alejada de las medicaciones, re-estructurar mi vida y asumir mi duelo.
Esos días no quise recibir llamadas de nadie. Ni de mi madre a quien veo una vez al año y me relata noticias de una ciudad que no conozco ni me interesa. Nada en la Internet me parecía interesante a excepción de los minutos que dedicaba en las mañanas a leer los titulares de las noticias en una especie de ansiosa comprobación de que no se desatara, en mi momento más precario, la Tercera Guerra Mundial. Hacía la nerviosa inspección del correo electrónico para hallar ninguna correspondencia de Mariano ni de algún otro ser humano que, bajo los efectos de un impulso que no puedo adivinar siquiera, decidiera escribirme aunque sea unas magras líneas. Mis vínculos más profundos se hicieron esas vacaciones con los minutos que invertía por las tardes en jugar ajedrez, en los libros que no había podido leer en los últimos años y en la milimétrica examinación auditiva que hacía de mis discos de Jazz.
Esos días fueron de alimentación precaria y descuidada gracias a que no contaba con suficiente dinero para asumir los gastos del apartamento y una dieta sana teniendo como ingreso una irrisoria beca de estudios universitarios. Me hice amiga del té, del café y del pan tostado. Eso cuando el dolor que condensaba mi estómago, porque los japoneses afirman amar no con el corazón sino con el estómago, me recordaba que si no comía corría riesgos severos que, hacía ya rato, habían traspasado el umbral de la anemia. Esos días pasaron, en suma, con una rapidez que no podía sino traducir en extraordinaria lentitud al ponerme de pie cada mañana.
Ahí estaba yo, no tenía la fuerza suficiente para interpretar qué banda estaba escuchando ni de dónde venían ni me interesaba. Yo sola, había decidido hacerme de la entereza necesaria para pararme, en medio de doscientas personas que veían a ver un concierto de Jazz, a mirar al vacío mientras reflexionaba acerca de nada, profundamente doloroso, cuando Sebastián decidió hablarme por primera vez.
En mi perplejidad, no encontraba la contestación razonable a las palabras que tan de súbito me prodigaba el muchacho y solamente pude, en lo que él habrá considerado alarde de mis habilidades histriónicas, fruncir el ceño como quien es insultado en la primaria con un compuesto verbal traído de los pelos.
―Marla -dije extendiendo mi mano con cierto temor pero con grandes cuotas de curiosidad-.
-Sebastián -dijo dándome la mano con fuerza-.
Pudimos conversar un poco sobre las cosas de las que la gente habla cuando no sabe de qué hablar, como el clima, apreciaciones superficiales sobre el concierto y tabaco. Yo, aunque siempre me repito que debo dejarlo, que no me gusta andar por el mundo oliendo a cigarrillos, he aunado mi ansiedad con la nicotina y él fumaba una pipa que me pareció especial. Le pregunté si podía fumar de su pipa y asintió con un gesto leve de temor.
Al poco rato de hablar sobre algunas trivialidades pensé que se me haría tarde para llegar a casa y no quería perder el último autobús. Intercambiamos teléfonos antes de despedirnos. Me producía algo de vergüenza toparme con él y no saludarlo, como ya hacía con un montón de gente que me resultaba agradable y que, por alguna temeridad que no puedo interpretar de momento, simplemente ignoraba conforme emprendía mi tránsito por los corredores de la facultad.
No había podido detenerme en sus rasgos. Sebastián era un muchacho de vestir prolijo y elegante. Combinaba abrigos con jeans, y zapatos de cuero siempre brillantes; los lentes redondos como John Lennon, una boina ocasionalmente, asido a su pipa de forma invariable. Era un muchacho flaco, de una fisionomía muy fina, manos largas, cuerpo pálido y menudo. Había un detalle de indefensión en su cuerpo que me parecía muy atractivo. Sus ojos eran oscuros y miraban con atención, abiertos como un lago. Su sonrisa se desplegaba siempre con naturalidad.

A pesar de que en ese momento de mi vida estaba en pleno roce con la quiebra económica y no podía brindarme mayores consentimientos, viajar a ciudades lejanas o tomar un simple café en mi lugar favorito, los momentos a su lado se conformaron de cosas simples: “O melhor da vida são as coisas simples.” -anunciaba un afiche que había colgado en mi pared cuando mi adolescencia llegaba a su término. Me pareció que me sería de utilidad en algún momento de mi vida y así fue-. Las caminatas se extendieron en aquel período por toda la ciudad y se dilataron en conversaciones sobre nuestra música favorita: John Coltrane, Can, Bob Dylan, David Bowie, Leonard Cohen, Stan Getz, Radiohead -la razón de su vida, según me dijo una vez- Charlie Parker, etc., nos arrojaban en diálogos de divertidos tarareos que terminaban derramados en una salsa literaria. Estos entramados intelectuales que logramos urdir entre nosotros, le brindaban al día entero una atmósfera crepuscular donde se desplegaba toda nuestra admiración, y, al menos en mi caso, la conciencia de cierta necesidad de su perdurabilidad en mi vida, y, por tanto, otra, un tanto más aguda, de lo efímero.

 

Había ocasiones en las que nada sabía de él mas desplazaba mis repentinos temores tomando como pilar mi propia naturaleza que no gusta de ser invadida y requiere dosis amplias de libertad. Intentaba, en lo posible, no escribirle ni hacerle ningún llamado que pudiera parecerle molesto. No obstante, estos períodos tampoco se extendían demasiado y era cuestión de dejar pasar un par de días para que se manifestara. De cierta forma soy un ser acostumbrado al trabajo de la paciencia y a las esperas interminables.

 

Tácitamente se había establecido un acuerdo donde habíamos decidido no llevar las circunstancias de nuestra amistad a escala romántica alguna. Era la primera señal, según los estándares del cine más comercial, que teníamos para saber que algún día amaneceríamos juntos.

 

La madrugada siguiente a mi cumpleaños número 24 extendió sus brazos hacia mí sonriendo. Me preguntó si quería bailar y yo, asintiendo, avancé hacia él para comenzar una danza muy alegre de My Favorite Things. Nunca había tenido su cuerpo tan cerca ni había intuido el ritmo de su respirar o su aliento cálido sobre mi piel. Su abrazo era una especie de bálsamo reconfortante como esos que sólo conocen las abuelas y colocan sobre las enfermedades eritematosas; un agua mansa de la que no podía ni quería salir. No abandoné tal ternura sino para descalzarme y entregarme a la desnudez de nuestros cuerpos. Ya en el reposo, hablamos sobre nuestros perfumes, sobre nuestros pies y Sebastián me pidió encarecidamente que no le amase nunca.

-No te preocupes por el amor de los cadáveres -repuse-. Algo a veces se rompe en ellos y se les amarga la boca al sólo intento de pretender hablar de amor o decir simplemente “amor”. Seguidamente le di un beso en la frente y un abrazo lleno de un cariño que ya salvaba entre nosotros cierta distancia.

Bajamos y tuvimos una despedida desenfada mas no displicente. No volvimos a hablar del incidente.

Apenas rayaba el alba. Tras cerrar la puerta, con un poco de resaca, justo como en aquel concierto, mirando hacia el indicador del ascensor me repetí en un susurro: Nuestro amor no está desamparado.







jueves, 17 de enero de 2013

Dulcificación de la razón - María Zambrano (fragmentos)

No es el Logos el principio del mundo, sino la medida, ley de la naturaleza invariable e inflexible.  Ley sin resquicio para la libertad ni la piedad.[...] Y al ser la razón medida y armonía, la ley queda casi imposible de fijarse. De ahí que la verdadera medida no pueda encontrarse en un dogma, sino en un hombre concreto que percibe con su armonía interior. la armonía del mundo. Es una cuestión de oído, una virtud musical la del sabio; es una actividad incesante que percibe, y es un contínuo acorde. Es, en suma, un arte. La moral se ha resuelto en estética y como toda estética tiene algo de incomunicable. [...]

La virtud suprema es la elegancia, puede decirse; guardar la línea, lo que un español madrileño de hoy llama "guadar el tipo".

Y este transformar la ética en estética y hacer de la elegancia una virtud hasta la muerte, parece ser el secreto último de Séneca [...] Es la razón en su forma más social y aun más sociable, la diplomacia; siempre pactando, siempre evitando la total ruptura aun es las vísperas de guerra, para conservar el estilo, para conservar la razón.  [...] Y la forma única de la moral tiene que ser, necesariamente, estética, la línea, la forma pura.

La fe estoica era la antigua fe griega en la razón natural, en el <<fuego que alumbra con medida y se extingue con medida>>. Vivir y morir con medida es la ley suprema, única ley; ley musical más que racional. [...]

Nada más antisenequista que la queja de Job, el pedir cuentas a la divinidad. Séneca no tenía en parte alguna a quien pedir cuentas. La razón impersonal no deja pregunta alguna acerca de sus injusticias. Vivía en la desolación total de quien acepta la razón por entero y luego la encuentra desvalida. Desvalida como se encuentra siempre la razón natural, cuando la misma naturaleza la desmiente. La razón natural, la razón que no se diferencia de la vida, coincidente con ella y que por lo mismo no sirve para explicarla, ni para trascenderla; todo lo más para soportarla.

Soportar la vida. Conllevarela dignamente. La dignidad es el único resquicio para el estóico, lo más parecido a la libertad personal, pero más conmovedor a nuestros ojos, porque no tiene horizonte alguno; dignidad a la desesperada. [...]

Porque esta resignación es un ni creer ni no creer. Es ceder, ceder ante la muerte. Ceder a ser devorado por el tiempo o por el fuego. Eludir la existencia, que sale de sí afirmándose, el salir fuera venciendo los acontecimientos, en un acto de decisión. Es no querer alterar por nada el orden del mundo, por extraño que nos sea; mirarse sin rencor, haber cesado de verse y sentirse como algo que es. Es extirpar si lo ha habido, la tentación del yo, de la libertad. Es una especie de debilidad ante el cosmos; caer vencido por él sin rencor. 


Descubrimiento del tiempo - María Zambrano (fragmento)





Si toda vida es tiempo, la evidencia de esta realidad se nos hace presente en determinados trances, en un cierto momento, cuando algo ha dejado de ser, cuando algo nos ha abandonado. Entonces en el hecho de su presencia aparece el negro telón del tiempo.
Indudablemente el tiempo no puede verificarse más que en un momento negativo dentro de nuestra propia vida, en que hemos perdido alguna cosa que lo estaba llenando; el tiempo es la subsistencia de nuestra vida y por lo mismo está bajo ella, como fondo permanente de todo lo que vivimos; descubrir ese fondo tiene algo de caída que sólo tienen lugar en un especial estado de angustia desengaño o vacío. Descubrir el tiempo es descubrir el engaño de la vida, su trampa última, es sentirse forzosamente, en un instante al menos, como un muchacho engañado al quien le cae el engaño. Es así un entrar en razón.