Le tigre, le renard, le amant amoureux
qui que vous soyez...
“Brown paper
packages tied up with strings…”
Sebastián llegó a mi vida con un paso ligero. Un paso que no hubiera
advertido si no hubiésemos coincidido en aquel concierto de Jazz nada especial. Mariano, sin ninguna
advertencia, había decidido dejarme e instalarse en Francia para realizar sus
estudios de posgrado.
Así había quedado yo: con el acopio de un montón de porquerías acumuladas
que me recordaban lo que había sido mi vida esos últimos tres años. Postales,
facturas, servilletas, fotografías, mandalas para colorear, pendientes,
tarjetas, poemas apresurados en un trozo de papel que rezaban: “Our love is not unsheltered.” Tales
cosas habían sido compiladas con profundo rigor para ser, sin dolor ya,
enviadas hacia el fondo del basurero. Escuchar el estruendo de las bolsas que
habían sido arrojadas un segundo antes por el bajante encarnaba la nota musical
indescriptible que me brindaba ahora la esperanza de un lugar común: la esperanza
de una nueva vida.
No quise apresurarme hacia la embriaguez ni a vicio alguno que adormeciera
por instantes la percepción inmensa que tenía del vacío que él había dejado en
la casa, en la cama, y, sobre todas las cosas, en mis oídos. Noche a noche me
acostumbré a ofrecer las críticas más sinceras sobre todos sus prometedores
embriones literarios. Como había recomendado mi psiquiatra, debía mantenerme
alejada de las medicaciones, re-estructurar mi vida y asumir mi duelo.
Esos días no quise recibir llamadas de nadie. Ni de mi madre a quien veo
una vez al año y me relata noticias de una ciudad que no conozco ni me
interesa. Nada en la Internet me parecía interesante a excepción de los minutos
que dedicaba en las mañanas a leer los titulares de las noticias en una especie
de ansiosa comprobación de que no se desatara, en mi momento más precario, la
Tercera Guerra Mundial. Hacía la nerviosa inspección del correo electrónico
para hallar ninguna correspondencia de Mariano ni de algún otro ser humano que,
bajo los efectos de un impulso que no puedo adivinar siquiera, decidiera
escribirme aunque sea unas magras líneas. Mis vínculos más profundos se
hicieron esas vacaciones con los minutos que invertía por las tardes en jugar
ajedrez, en los libros que no había podido leer en los últimos años y en la
milimétrica examinación auditiva que hacía de mis discos de Jazz.
Esos días fueron de alimentación precaria y descuidada gracias a que no
contaba con suficiente dinero para asumir los gastos del apartamento y una
dieta sana teniendo como ingreso una irrisoria beca de estudios universitarios.
Me hice amiga del té, del café y del pan tostado. Eso cuando el dolor que
condensaba mi estómago, porque los japoneses afirman amar no con el corazón
sino con el estómago, me recordaba que si no comía corría riesgos severos que,
hacía ya rato, habían traspasado el umbral de la anemia. Esos días pasaron, en
suma, con una rapidez que no podía sino traducir en extraordinaria lentitud al
ponerme de pie cada mañana.
Ahí estaba yo, no tenía la fuerza suficiente para interpretar qué banda
estaba escuchando ni de dónde venían ni me interesaba. Yo sola, había decidido
hacerme de la entereza necesaria para pararme, en medio de doscientas personas que
veían a ver un concierto de Jazz, a
mirar al vacío mientras reflexionaba acerca de nada, profundamente doloroso,
cuando Sebastián decidió hablarme por primera vez.
En mi perplejidad, no encontraba la contestación razonable a las palabras
que tan de súbito me prodigaba el muchacho y solamente pude, en lo que él habrá
considerado alarde de mis habilidades histriónicas, fruncir el ceño como quien
es insultado en la primaria con un compuesto verbal traído de los pelos.
―Marla -dije extendiendo mi mano con cierto temor pero con grandes cuotas
de curiosidad-.
-Sebastián -dijo dándome la mano con fuerza-.
Pudimos conversar un poco sobre las cosas de las que la gente habla cuando
no sabe de qué hablar, como el clima, apreciaciones superficiales sobre el
concierto y tabaco. Yo, aunque siempre me repito que debo dejarlo, que no me
gusta andar por el mundo oliendo a cigarrillos, he aunado mi ansiedad con la
nicotina y él fumaba una pipa que me pareció especial. Le pregunté si podía
fumar de su pipa y asintió con un gesto leve de temor.
Al poco rato de hablar sobre algunas trivialidades pensé que se me haría
tarde para llegar a casa y no quería perder el último autobús. Intercambiamos
teléfonos antes de despedirnos. Me producía algo de vergüenza toparme con él y
no saludarlo, como ya hacía con un montón de gente que me resultaba agradable y
que, por alguna temeridad que no puedo interpretar de momento, simplemente
ignoraba conforme emprendía mi tránsito por los corredores de la facultad.
No había podido detenerme en sus rasgos. Sebastián era un muchacho de
vestir prolijo y elegante. Combinaba abrigos con jeans, y zapatos de cuero
siempre brillantes; los lentes redondos como John Lennon, una boina
ocasionalmente, asido a su pipa de forma invariable. Era un muchacho flaco, de
una fisionomía muy fina, manos largas, cuerpo pálido y menudo. Había un detalle
de indefensión en su cuerpo que me parecía muy atractivo. Sus ojos eran oscuros
y miraban con atención, abiertos como un lago. Su sonrisa se desplegaba siempre
con naturalidad.
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