Una parte de
mi alma se mantiene viva del recuerdo. Como si pendiera de un fino hilo, la
memoria viaja por corredores por los que solamente se pasa metiendo un poco la
panza y aguantando la respiración. Se mantiene mi amor vivo temiendo la caída y
el desprendimiento.
Como la de
todos los amantes mi memoria es caprichosa y reúne los detalles más sutiles,
quizás para cualquier otro, los más insignificantes. Mi corazón no puede
detenerse a hablar de cosas secretas, de caricias y besos, que sólo podrían
revivir en el corazón de quienes los han sufrido. Aunque sean inolvidables, las
pasiones de dos amantes no tienen forma ni palabra escrita que sea
transmisible.
Cuando estabas
enfermo, se cubría tu frente de un fino rocío que yo arrastraba con el dorso de
mi mano derecha queriendo decir: “Estarás bien, mi buen muchacho”.
Cuando caminábamos
juntos, me hacía mucha gracia ver nuestros pasos bailando al mismo ritmo y
alguna vez pretendí escribir un poema sobre el amor y nuestros pasos. A veces,
no sé por cuál razón, dirigíamos en el mismo instante una mirada hacia el
cielo, cada vez que veo el cielo te recuerdo. Nos otorgábamos así, algunos
pasos de silencio. Una vez, apurados, pretendíamos llegar al otro lado de la
calle para poder, a su vez, llegar a tiempo al teatro mientras yo intentaba
explicarte los valores del silencio (esto fue después de prodigar una mirada al
cielo y tomar una amplia bocanada de aire). No me escuchaste. Quizás yo estaba
hablando muy bajo o quizás simplemente ni siquiera estaba hablando porque
estaba valorando demasiado nuestro silencioso espacio juntos. Quizás
sobrevaloré el silencio y dejé de decirte muchas cosas más importantes que las
que siempre decía.
Yo no tengo
mejores recuerdos que el resto de los amantes y el eco de tu risa se me hecho
tan bello en la memoria como se le hace quizás a cualquier amante, pero para mí
es imprescindible escribir tu risa en algún lugar porque mi mente no es nada
suficientemente sagrado para poder contenerla.
Lo sabes, casi
siempre te envolvía el sueño primero que a mí. Si hubiese estado segura de lo
que sentía, ese temor terrible que alguna vez agitó el corazón de la bella
Cassandra ante el vaticinio de la ruina, te hubiese dejado reposar como un
arcángel implicado en el sueño y quizás nunca de nuevo habría podido parpadear
para no perderme del momento de la madrugada en que peor te acorralaba el frío
ni de la más sutil gradación de azul que se desplegaba en tu alcoba. Sin embargo,
entonces, una voz más sosegada me invadía y decía: “Duerme ya, muchacha, no
sientas temor. ¡Tu amante no se va a librar ninguna guerra! Podrán reír juntos
en todos los jardines. Juntos.” No habría abandonado mis oraciones por sueño.
Dios me lo ha dicho bien: Assalatu
jaiurun minam naum.
No es, y nunca
fue, una forma de vivir esta de vivir con miedo, pero no quiero traer el miedo
hacia el mismo sitio donde habita el recuerdo más dulce.
Ahora tu mano
acude a la mía para golpearla con fuerza contra tu pecho mientras dices: “’¿Crees
que estoy muerto?, Escucha mi corazón.”
Ah, mi alma
siempre agitada de amor por ti. Si alguna vez hubiera tenido el coraje
suficiente para decírtelo, ¿habría cambiado la griega catástrofe?
Esta muchacha
no sabe nada. No sabe cómo vive en una parte de tu alma ni si vive del todo.
Nada como tu aliento ha conmovido su espíritu. No ha podido olvidar el sonido
de tu voz por la mañana que era sólo un poco más grave. Ella muchas veces se te quedó mirando sin que
lo notaras y sin advertir que, de estas cosas que no hacen visita a la
esperanza, viviría esta alma que no toma en cuenta el tiempo ni las brechas que
abren los mares. Ni tampoco la peor de las distancias que es la cercanía. No
hace falta tenerte demasiado cerca para prodigarte desde la tristeza del
silencio y el espacio de estos recuerdos toda la profundidad del amor y las
palabras.
De vez en
cuando, no sé por qué te apareces, y en algún lugar de mi sueño dejas perdido,
más bien olvidado, cual sonámbulo muerto de amor, alguno de tus besos. Cuando
te marchas ya yo te he dado todas mis bendiciones.
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