Cuando el murmullo de Glenn Gould
irrumpe en el trastorno de mis madrugadas, abro la puerta del mundo que me
presentaste en la penumbra. Tu boca toda pronuncia la historia que mueve mi
cuerpo en ardor. Este hombre me da miedo porque yo lo adoro; él me dice de
vuelta que me adora.
Un azote brutal hubiera sido
pertinente, un embate contra el muro que me redujera al polvo o la total
pérdida de la visión. Yo sería un ave exterminada extinta en amor y piedad
y no el insecto hecho nudos
en el suelo suplicante de misericordia. Jamás gritaría mi vientre: Ven a mí.
Ninguna fiera en sus alas vendría a arrancarme el hígado mañana.
Tú y yo sabíamos bailar, ¿recuerdas?
Tu mano se extendía cortésmente.
Yo respondía con una reverencia. Empezaba esta danza macabra de violines
asustados y dábamos giro tras giro pronunciando palabras peligrosas. Nunca
tocaron nuestros pies el suelo pues la danza que emprendimos era asunto de los
dioses: ellos pueden prolongar el frenesí. Otros, los primigenios, contemplan
las grietas del universo mientras se besan los pies.
Tu historia es un eco que arquea
mi espalda y tu mano esculpe el pecho duro frío de la noche cuando los muslos
te amparan.
Mi grito sigue tu ausencia,
lengua sedienta de vino derramado sobre el rostro.
Todo el aliento que te sabe ya
perdido me hace decir locuras e indecencias que cargan tributos de mirra.
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