viernes, 29 de marzo de 2013

Parafilia





Cuando el murmullo de Glenn Gould irrumpe en el trastorno de mis madrugadas, abro la puerta del mundo que me presentaste en la penumbra. Tu boca toda pronuncia la historia que mueve mi cuerpo en ardor. Este hombre me da miedo porque yo lo adoro; él me dice de vuelta que me adora.
Un azote brutal hubiera sido pertinente, un embate contra el muro que me redujera al polvo o la total pérdida de la visión. Yo sería un ave exterminada extinta en amor y piedad y  no el insecto hecho nudos en el suelo suplicante de misericordia. Jamás gritaría mi vientre: Ven a mí. Ninguna fiera en sus alas vendría a arrancarme el hígado mañana.
Tú y yo sabíamos bailar, ¿recuerdas?
Tu mano se extendía cortésmente. Yo respondía con una reverencia. Empezaba esta danza macabra de violines asustados y dábamos giro tras giro pronunciando palabras peligrosas. Nunca tocaron nuestros pies el suelo pues la danza que emprendimos era asunto de los dioses: ellos pueden prolongar el frenesí. Otros, los primigenios, contemplan las grietas del universo mientras se besan los pies.
Tu historia es un eco que arquea mi espalda y tu mano esculpe el pecho duro frío de la noche cuando los muslos te amparan.
Mi grito sigue tu ausencia, lengua sedienta de vino derramado sobre el rostro.
Todo el aliento que te sabe ya perdido me hace decir locuras e indecencias que cargan tributos de mirra.

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