
Pongamos que 
  este último abril
  me dejó un cargamento de tesoros,
  piedras preciosas que no sé si arrastro
  como bolas de presidiario
  o llevo dignamente en una carretilla
  que va delante de mis pasos.
   
  Este último abril
  me dejó, en principio
  siete caries
  algunas escondidas
  y otras que exhibí a mis alumnos en el aula
  como una mujer pobre y mal cuidada
  que hablaba de mundos ideales y perfectos.
  Y seguramente hubo quien creyó,
  quien vio los huecos negros
  quien no oyó.
   
  Este último abril
  me dejó, en segundo término,
  algunos arañazos de frente y de costado,
    una  naranja comida a gajos
  que supe tapar con mangas largas,
  palabras de más y botines ajustados
  que nunca resultaron suficientes
  para pisar la primavera
  que me pisaba a mí mientras pasaba.
   
  Este último abril
  me dejó, en tercer término,
  un olvido
  desmerecido y cobarde,
  que vino a poner crueldad 
  donde el miedo estrangulaba los cojones,
  que vino a poner locura
  donde la falta de cojones estrangulaba el amor
  que vino a izar esta asta de una bandera victoriosa
  con la que alguna libertad vencida y maloliente y muerta
  pedía a gritos mi cuello
  y la mandíbula helada que profería no mil veces
  y mil veces nadie oía,
  mil veces no.
   
  Este último abril
  me dejó, en algún otro término,
  un alma con siete huecos en sus partes delanteras y traseras
  visibles y escondidas.
  El dentista dice 
  que acudiendo a la cita tres veces por semana
  y con un poco de suerte
  puedo volver a sonreír
  como si nada hubiese pasado.
  El dentista dice que mi boca sufrió
  como de una balacera incomprensible
  y yo me callo,
  acepto que taladre sin anestesia
  porque parece que su única guía
  es la escasa sensibilidad que aún queda.
  Luego me llama mujer cuatriboleada,
  me da un café muy negro
  y me manda a casa,
  doy gracias al cielo
  y al dentista
  y reflexiono:
  a fin de cuentas
  no sabía que la odontología era una ciencia tan sabia,
  no sabía que para curar un hueco enfermo
  era menester abrirlo hasta lo último,
  hasta lo último del hueco y del dolor
  y que no se podía gritar sino con la garganta
  y ahogar el grito de modo que se devuelva
  a los intestinos                 para  que no cunda el pánico
  en la sala de espera
  aunque yo sea la última paciente de una tarde
  y de un dentista que me cura,
  que me puebla la boca de amalgamas,
  de porcelanas cuidadosamente escogidas
  como si me estuviese devolviendo los dientes
  y ambos sabemos que no
  pero sacamos las cuentas           ya van cuatro
  y así se perfora el alma reponiéndose
  y va saliendo el pus
  de todas las heridas infectadas
  las de afuera
  y a las que no se les puede aplicar
  alcohol ni agua oxigenada
  para que haga burbujas
  y uno sople
  sobre este último abril                 para que se vaya tan lejos
  que no vuelva
  como regresarás tú detrás de tu vendimia
  en la que seguro estarás ahora descubriendo
  los vinos que no me diste a probar
  y el amor que guardaste para más adelante.
  Y más adelante es ahora,
  más adelante es este taladro
  que va hundiendo cada letra de tu nombre
  como si se tratara de siete entierros.
  ¡Qué maravilla!
  Siete entierros de los cuales
  mi boca saldrá plateada y blanca y amarilla
  como la más hermosa luna llena
  que pueda aparecer.
  Y tú regresarás entonces
  dolido   quizá
  quién sabe
  si sediento del bloody mary inimitable,
  de las ensaladitas digestivas 
  o del cuerpo
  de la carnada
  porque la carne ¿recuerdas?
  hacía daño a la hora de cenar.
  ¿Y qué diré entonces, hombre?,
  ¿diré que el pedacito de carne se zafó del anzuelo
  y se arrojó al pez que acaba de tragárselo?
  ¡Ahh!
  ¿Quién puede brindar conmigo ahora?
  Tú no.
  Tú regresarás como extraviado
  de alguna noche de sensaciones salobres,
  regresarás como el primer Adán sin su costilla.
  Y ya tu costilla no tendrá beso para darle a nadie,
  ya Eva habrá ido varias veces al dentista
  y le habrá perdido algún miedo a los infiernos
  y doblará estas hojitas
  para tenerlas por si acaso en la cartera
  hasta que alguna matica endeble
  o algún cactus   o diente de leche   o lo que sea
  pueda asomar otra tarde
  en algún soplo de milagro
  que venga azaroso y porque sí,
  porque después de tanta pena
  alguien merecerá que le quiten las lagañas 
  sin un solo gesto de asco.
  Se acabó.
  El punto final es Eva saldando su cuenta con el dentista.